miércoles, 1 de agosto de 2012

UN ESPÍRITU OBSESOR


Me impulsa un vivo deseo de transcribir unas imborrables experiencias vividas hace más de cincuenta años, tan amargas como aleccionadoras. Estas vivencias me han acompañado siempre, creo que relegarlas al olvido hubiera sido desdeñar, insensatamente, una valiosa enseñanza. Considero que aunque estos lejanos sucesos me atañen de forma muy personal por estar involucrados en ellos, también, mis familiares más directos, lo cual deploro, siento la obligación de relatarlos e intentar convertirlos en claro espejo para todas aquellas personas que puedan enfrentarse a situaciones parecidas.

Quiero hablar del gran escollo que representa la mediumnidad para el Espiritismo. La mediumnidad puede ser luz y sombra. Luz para un médium que haya estudiado en profundidad los inestimables beneficios y altos riesgos que puede reportarnos el contacto con el mundo espiritual. Un médium debe tener presente que es persona muy vulnerable, sobre todo en los inicios del desarrollo de sus facultades e inevitablemente se convertirá en triste sombra si no aprende a distinguir la categoría de los espíritus comunicantes. Es de vital importancia que las personas que rodean al médium sean profundas conocedoras de las leyes que rigen el mundo espírita, a fin de evitar desagradables sorpresas.

A principios de 1.948 mi padre y su esposa trabaron amistad con un hombre mayor, un espiritista ferviente con muchos años de experiencia sobre espíritus y médiums. Pedro, que así se llamaba, poseía facultades curativas, siendo conocido y respetado por su bondad y simpatía.

Casi al mismo tiempo conectamos con una joven médium, cuyo perfil honesto, exento de vanidad, impidió que jamás fuera presa fácil para ningún espíritu obsesor. Sin esfuerzo se podía comprobar que los mensajes que recibíamos a través de ella estando en trance profundo, eran muy superiores a sus conocimientos, diagnosticando incluso, dolencias a personas antes de acudir al médico. Isabel no recordaba nada de cuanto decía durante las sesiones y se sorprendía, en su candorosa sencillez, cuando le contábamos que había empleado palabras que desconocía a causa del bilingüismo de Cataluña.

Desde los inicios se sumaron al reducido Grupo, el marido de la médium que hasta entonces había ignorado que su esposa poseyera tales facultades, mis abuelos paternos y un primo hermano de mi padre, Amadeo, quien se dedicó con ahínco a divulgar la doctrina espírita, con las debidas precauciones que imponía vivir bajo un régimen dictatorial.
A mediados de 1.949 conocí a Josep, un joven que por su sensatez en el hablar y obrar, me interesó vivamente porque vi en él a la persona con quien compartir mis ideales. En un principio mi padre no parecía dispuesto a consentir este noviazgo, alegando que acababa de cumplir diecisiete años, pero acabó por acceder al recordarle que mi madre contaba diecinueve primaveras cuando yo nací.
Recuerdo que el tiempo transcurría plácidamente. Entre las personas que formábamos el Grupo, nacieron sinceros lazos de afecto y aguardábamos la llegada de la tarde del domingo para alimentar nuestros espíritus, en el forzado secreto de las sesiones mediúmnicas.

Martín, un pariente lejano, había perdido a su única hija de veinte años hacía poco tiempo y se interesó por las explicaciones que le dimos sobre inmortalidad y reencarnación. A las pocas semanas se integró en nuestro Grupo espírita. A veces durante las sesiones, no parecía participar de cuanto le rodeaba y al terminar despertaba asegurando haber disfrutado de una gran paz.
Pedro enfermó, desencarnando el día 14 de mayo de 1.951, cuando su presencia física y sus consejos, más útiles hubieran sido para nosotros, dados los desdichados acontecimientos que se avecinaban.

Una tarde cuando ya dábamos por terminada la sesión, Martín no abrió los ojos y empezó a hablar. El espíritu comunicante dijo ser el guía del médium.

Elogió los muchos méritos de su protegido, lamentando el rudo golpe que había sufrido por la reciente pérdida de su hija y los incalculables padecimientos que a lo largo de más de un lustro pasó en una cárcel, pesando sobre él durante un año una condena de pena de muerte por un delito que no había cometido y que el régimen de Franco le imputaba por ser republicano.

Nosotros no ignorábamos estos detalles y supongo que por educación o tal vez por falta de experiencia, no interrumpimos al espíritu que, visiblemente afectado, lo recordaba. El espíritu siguió comunicándose siempre en la misma línea. Las represiones e injusticias del ejercito vencedor, el triste final del presidente republicano y los centenares de mártires inmolados por defender sus ideales... Todo un alegato político.

El error de los componentes del sencillo e inexperto Grupo, fue consentir que este espíritu siguiera manifestándose en tales términos, ya que no era aquel el lugar ni el momento adecuado de polemizar sobre tan cruento tema. Fuera de las sesiones dialogábamos acerca de las comunicaciones que nos llegaban a través de Martín, conviniendo en que nos desagradaban. Por una vez Amadeo interrumpió al espíritu para manifestar su desacuerdo, pero mi padre le impuso silencio.
A partir de ahí el espíritu obsesor empezó a utilizar sus dañinos recursos para seguir manejando al médium a su antojo, con la complicidad de otras personas. Entre semana, Martín, visitaba nuestro hogar, donde era muy bien  recibido por mi padre y su esposa quienes le invitaban a cenar.

Invariablemente, después de recogida la mesa, el médium entraba en trance.
Yo tenía la sensación de que estorbaba y me retiraba a mi habitación dejando la puerta entreabierta a fin de satisfacer mi curiosidad por conocer el contenido del mensaje. Me percaté que de forma reiterativa el espíritu alababa las grandes virtudes que os adornan. Sois unos seres tan bondadosos que Dios os ha distinguido con la medalla de oro espiritual. Nadie vale tanto como vosotros.

Sois el alma de este Grupo y se sostiene gracias al amor purísimo que destilan vuestros corazones.

El espíritu obsesor adoptó diversos nombres, cuatro en total, de destacadas personalidades del mundo político y de las letras de Cataluña, los presidentes Macià y Companys y los poetas Verdaguer y Maragall. La comunicación era monótona en extremo, no se percibía el menor cambio de lenguaje ni de ideas, de un personaje a otro, prueba evidente que se trataba de un mismo espíritu que usurpaba el renombre de unas entidades que nos merecían el mayor respeto, a fin de asegurarse, a su vez, la autoridad que precisaba para subyugar al médium y sus seguidores.

Los domingos por la tarde crecía nuestro malestar. El ambiente enrarecido, tenso, nos hacía desear que terminara cuanto antes la sesión porque pesaba como una losa mortal, sobre la mayoría de los asistentes.
El descontento casi total debió percibirlo el espíritu obsesor, porque en dos ocasiones consecutivas, Martín arrebatado de exaltado éxtasis, vio a Dios Padre, luciendo sendas barbas, sentado en un majestuoso trono, rodeado de una seráfica corte.
Isabel abrigaba serias dudas con respecto a tales videncias, y lo manifestó abiertamente. La reacción del espíritu obsesor no se hizo esperar.

Expuso, en privado, sus argumentos a sus dos únicos y fervientes adeptos, mi padre y su esposa. La desmesurada vanidad de la médium se vería pisoteada, porque en el fondo ella no ignoraba que las facultades de Martín eran millones de veces superiores a las suyas, y por tal razón la corroía una malsana envidia. Pero vosotros, escogidos de la luz divina, seres perfectísimos, no debéis tolerar esta afrenta al gran médium. Reparadla y apartad de vuestro lado a esta reina de las tinieblas.

En aquella época no disponíamos de un solo libro de Allan Kardec, pero a poco que se utilizara el sentido común, podía descubrirse de donde procedía el espíritu que transmitía un mensaje de tales características. Por un lado, y sin derecho alguno, atribuía a Isabel unos defectos que no poseía, alimentando, al mismo tiempo, el orgullo de dos personas que se dejaban manipular cual simples marionetas.

Mi padre estaba cada vez más persuadido de que Isabel era un obstáculo para la buena marcha del Grupo, y urgía obrar sin dilación, llevando a cabo una contundente medida de limpieza. Así que un domingo por la tarde cerró la puerta, que en aquella hora siempre estaba abierta, y por más que llamaron Isabel y su marido, no se les permitió la entrada. Al día siguiente, la médium dolida en extremo, vino a pedir explicaciones por la extraña conducta de quienes apreciaba como buenos amigos, pero la reconciliación no fue posible.
Amadeo se enfadó mucho y declaró que no volvería a asistir a las sesiones con Martín.

El espíritu obsesor a partir de ahí insistió, reiteradamente, a los dos escogidos de la luz divina, para que siguieran firmes en su misión de fundadores del Grupo, aunque quedaran solos.
Notemos que esta puntualización, ya ponía al descubierto sus malévolas intenciones de disgregar al Grupo, apartando a toda persona que intentara descubrir sus manejos.

En la segunda sesión que se celebró en ausencia de Isabel y las otras personas citadas, el espíritu obsesor manifestó su honda satisfacción por poder hablar en la querida lengua de su tierra, con toda libertad y sin que nadie, venido del extranjero, estuviera presente. Aludía al marido de la médium que había nacido en Murcia.

Recuerdo que enrojecí e interiormente me rebelé contra aquellas palabras discriminatorias que no me complacieron por estar, además, en total desacuerdo con las enseñanzas que hasta entonces habíamos recibido. Al salir de la sesión, Josep y yo lo comentamos, conviniendo que tales expresiones significaban un inconcebible desprecio por parte de un espíritu que decía venir de la luz.
Al día siguiente manifesté claramente a mis familiares, que mi prometido y yo desconfiábamos por entero de la superioridad del espíritu en cuestión. Nosotros, incautos, desconocíamos la naturaleza del ser con quien medíamos nuestras fuerzas, y no solo no fui escuchada, si no que la reacción del espíritu obsesor no se hizo esperar.

Si hasta aquel momento mi prometido había sido lo que se llama un buen partido, por sus excelentes cualidades de joven trabajador, serio, formal y no adicto a ningún vicio, a partir de ahí la opinión de mi padre y su consorte, cambió radicalmente. El espíritu obsesor encontró con facilidad, el punto más débil de ambos, su afán de protagonismo, y puso en juego un dañino resorte, los celos. Avisó a sus ya obcecados admiradores, del grave peligro que yo corría manteniendo un compromiso matrimonial con aquel joven egoísta y tacaño, que convertiría mi vida en el peor de los infiernos.

Vuestra querida hija no ve que bordea un hondo abismo, porque está locamente enamorada de este hombre. Es posible que no atienda vuestras advertencias, porque a él le ama mucho más que a vosotros.

Lo más lógico es que casi tres años de noviazgo hubieran tenido que avalar el correcto proceder de Josep y desechar injurias y temores. No fue así. Por encima de todo prevalecieron las nefastas predicciones del espíritu y mi padre se empeñó en que sin más dilación y para mi bien, rompiera aquel compromiso. Mi respuesta fue un rotundo no. Pero tras el primer intento siguieron otros y por espacio de un año tuve que soportar insistentes presiones de todo tipo, encaminadas a doblegar mi voluntad.

Mi padre decía no comprender mi obstinación y yo no entendía la suya. Era inútil intentar todo diálogo para acercar posturas y conseguir que diera su autorización para celebrar nuestra boda que habíamos previsto para el mes de mayo de 1.953. Yo, a su juicio era una obcecada, una pobre ciega a la realidad, que movida solo por apetito sexual me lanzaba a un nefasto matrimonio que constituiría la peor de mis desdichas.

Como ya he dicho, las sesiones mediúmnicas se celebraban los domingos por la tarde, a las cuales Josep y yo no podíamos eludir asistir a fin de no crear una mayor tensión en la ya deteriorada relación con mi padre y su pareja. Nos constaba, sin embargo, que cuando la sesión, aparentemente, se daba por terminada, proseguía una segunda parte sin nuestra presencia, en la que el espíritu obsesor vertía su venenosa verborrea de injurias y predicciones nefastas contra nosotros y que nunca se llegaron a cumplir.

Mi familia regentaba un pequeño negocio textil. Los primeros días de la semana, pesando sobre el ambiente las dañinas advertencias del espíritu obsesor, me veía acosada por los insistentes requerimientos de mi padre que quería quebrantar, a cualquier precio, mi tenacidad de unir mi vida con el hombre que amaba.

Hasta los trabajadores se amedrentaban ante los gritos de mi padre llamándome desde su despacho. Yo acudía allí temblando, los ojos de él parecían salirse de las órbitas, cual un poseso bajo un ataque de enajenación mental. Vociferaba los consabidos argumentos para que yo entrara en razón, desistiendo de contraer matrimonio con una persona que sólo labraría mi desdicha. Josep se casaba conmigo para asegurarse una criada de por vida, y yo tendría que trabajar duro sin apenas percibir la debida comida. El enojo me sacudía con fuerza y terminaba tales escenas dando un soberano portazo, dejando con la palabra en la boca a mi padre y su mujer.

En alguna ocasión, fingiendo una tregua, mi padre cambiaba de táctica.  Me hablaba con suavidad, alabando mis cualidades; yo le escuchaba entre satisfecha y avergonzada de que me elevara en tan alto pedestal, él sonreía y continuaba insistiendo en que me adornaban suficientes méritos para merecer otra clase de hombre... En vano yo suplicaba que terminara aquel inútil asedio porque tenía muy claros y firmes mis sentimientos, y nada ni nadie conseguiría apartarme de Josep.

Pero mi padre tampoco cejaba en su empeño de ablandar mi voluntad.  Un día se postro a mis plantas llorando desconsoladamente, jurando que las dos manos daría por impedir aquella maldita boda. Escuchar tales atrocidades hacían mella en mi ánimo y mi sistema nervioso se alteró mucho con ello.

Aún así me mantuve firme en mi propósito, no cediendo un ápice al lóbrego chantaje. Apelé a que aquel injustificado enfrentamiento estaba minando mi salud y obtuve la respuesta de que antes prefería asistir a mi entierro que a mi boda.
Los altercados más violentos siempre tuvieron lugar a los siguientes días de conectar con el espíritu obsesor, y por descontado frente a mi negativa de satisfacer los deseos de mi padre. Mi postura desataba su cólera y ebrio de impotencia, juró esperar a la salida del trabajo al ladrón que les robaba la hija y lo mataría de un certero golpe con una barra de hierro.

Mi pobre padre convencido que había dado con la solución idónea para conseguir su objetivo, imprudentemente, no escondía sus negras intenciones.
Estas intimidaciones me angustiaron sobremanera y mi abuelo paterno resolvió terminar de una vez con aquella locura. Buscó el asesoramiento de un buen abogado, llamó a su hijo y sereno, sin que le temblara la voz, le aseguró que al día siguiente presentaría una denuncia por sus repetidas amenazas de muerte contra la persona de Josep. En cuanto a mi, me faltaban tres meses por alcanzar la mayoría de edad, en aquel tiempo los 21 años, y en ese mismo día yo podía abandonar el hogar paterno, y tras una corta espera, él mismo (con todo el inmenso amor de su generoso corazón) asumiría el papel de padre y me acompañaría hasta el pie del altar.

Mi madrastra, roja de ira, intervino pidiendo a su marido que desistiera en su empeño, para no verse involucrados en un escándalo público en el que su reputación como «madre» saldría demasiado dañada.

Con todo cuando informé a mi padre de que el juzgado y la iglesia requerían su presencia para conceder su autorización dada mi minoría de edad, desató su furor contra mi persona golpeándome la cabeza y la espalda con sus puños cerrados, asegurando que no firmaría mi sentencia de muerte.

Con el incondicional apoyo de los queridos abuelos que me habían cuidado desde mi orfandad, por fin el 25 de mayo de 1.953, Josep y yo contrajimos matrimonio. Durante nuestro viaje de novios en Barcelona, en un mercado de libros viejos, conseguimos nada menos que «El libro de los médiums» de Allan Kardec. Era dificilísimo poder adquirir libros espíritas en plena dictadura franquista, porque las más elementales libertades del ser humano estaban reprimidas. La lectura del libro de Kardec nos corroboró, ampliamente, que habíamos sido manipulados por un espíritu obsesor muy inferior, puesto que no tuvo el menor reparo en destruir la convivencia de familiares y amigos.

Al iniciar nuestra vida de recién casados, nos adherimos al Grupo que por derecho propio seguía llamándose «Bálsamo de Amor», nombre que ostentaba desde los inicios, y que más que nunca nos pareció un remanso de paz.

Un violento comportamiento de mi padre contra Josep, que por cierto no tuvo las graves consecuencias que pudo haber ocasionado, nos hizo tomar la prudente medida de una ruptura total.

Conservo de aquella época unas deplorables cartas de mi padre ensalzando al «magistral médium Martín y a los espíritus de luz vivísima que lo acompañaban», y condenando «vuestros execrables crímenes por desoír la palabra de Dios que ellos nos transmiten. Podéis empezar a temblar porque la luz divina, se cobrará todas las ofensas que habéis infligido a unos padres perfectísimos, llenos de amor y bondad, que tú sobre todo, has pisoteado con tu mezquindad de sentimientos, ya que eres incapaz de valorar, como hija, el excelente trato que te hemos prodigado. Pero Dios está a nuestro lado, y los espíritus día a día consuelan nuestros abatidos corazones, poniéndonos al descubierto vuestros ruines pasos».

A principios de invierno de 1.959, mis abuelos hablaron muy en serio con su hijo y su nuera para intentar resolver o al menos suavizar aquella difícil situación familiar. Con un marcado aire de condescendencia, cual si nos tuvieran que perdonar la vida, mi padre y su mujer accedieron a que los visitáramos. Incluso nos invitaron a una sesión mediúmnica, requiriendo, además, la presencia de su primo Amadeo.

Martín se mostró afable, pero nos sentíamos incómodos. El médium no tardó en recibir una brusca sacudida. Mi padre cual maestro de ceremonias, nos instó a ponernos de pie, porque «el espíritu había llegado». Tras un saludo por parte de él, pudimos tomar asiento. Ocupaban ambos lados de Martín, mi padre y su mujer. El médium empezó a palpar a tientas a las dos personas que tenía a su vera. «¿Donde estáis mis queridos hijos amantísimos?», preguntaba dando muestras de una total ceguera. Los aludidos, con evidente veneración, acariciaron y besaron sus manos con palabras de ternura y respeto para que el espíritu supiera que los tenía cerca, sumisos a sus plantas. Así obtuvieron una retahíla de alabanzas. Ellos y sólo ellos, eran los elegidos del Padre eterno, quien los distinguiría con los más altos honores por su fe en aquel mensajero que les enviaba a través de Martín. Amadeo, Josep y yo nos dirigíamos, a hurtadillas, miradas que reflejaban el total desacuerdo de cuanto estábamos viendo y oyendo.

Al terminar la sesión pregunté a mi padre cuál era el motivo de la ceguera del espíritu, sin hacer referencia a la sarta de irregularidades con que nos había obsequiado. Con aire entre autosuficiente y socarrón, me contestó:
«Elemental, parece increíble que lo ignores. ¿Como quieres que un espíritu vea nada si no tiene ojos?». La respuesta nos dejó atónitos. Fue inútil argumentar que a un espíritu de luz no se le podían atribuir condiciones tan limitadas. «Porque nosotros -dijo él- habíamos sido objeto de grandes engaños y nuestra ignorancia y obsesión no nos permitiría nunca, conocer las verdades que a ellos les habían sido confiadas».
Entendimos que el espíritu obsesor, poco a poco, había conseguido que una distancia abismal nos separara. Llegar a un razonamiento lógico, equivale a mantener un diálogo sobre un determinado tema, al estilo socrático, admitiendo o rechazando cada parte debatiendo los posibles errores, hasta aproximarse al máximo a una verdad irrebatible. Y eso en el caso que nos ocupa era imposible, un muro insalvable impedía unir conceptos tan equidistantes.

Allan Kardec nos dice en «El libro de los médiums» cap. XXIV-11:

Los espíritus buenos no adulan; cuando se hace el bien lo aprueban, pero siempre con reserva; los malos hacen elogio exagerado, estimulan el orgullo y la vanidad predicando la humildad, y procuran exaltar la importancia personal de aquellos cuya voluntad quieren captarse».

El malhadado médium Martín, acabó suicidándose a finales de mayo del año siguiente. En aquella época el precepto vigente de la Iglesia era no prestar ningún servicio religioso a los suicidas. Estos entierros se efectuaban con el mayor sigilo, muy de mañana y con escasa concurrencia. Para los familiares debía constituir un oprobio que a su infeliz deudo se le negara una oración por sabe Dios que dolorosa circunstancia o grave enfermedad, le habían empujado a tomar tan lamentable decisión.

Los prepotentes ministros de la Iglesia, entonces, se adjudicaban la potestad de juzgar y condenar las acciones del prójimo, olvidando la práctica de la caridad cristiana de que tanto alardean, y en opuesto proceder no eran capaces de demostrar que el ser más débil física y espiritualmente, es quien más necesita, de comprensión, consuelo y ayuda. En la actualidad la Iglesia celebra sufragios para los suicidas. Nos quedamos atónitos, sin embargo, al asistir a uno de ellos y escuchar que el sacerdote oficiante, pedía gracia por aquel siervo que Dios había hecho salir de este mundo. ¿Debíamos entender que Dios le había inducido al suicidio? ¡Cuantos errores nacen del orgullo y la ignorancia! Rectificar es de sabios, siempre que no sea con una chapuza, pero enmendar conlleva también, sufrir la vergüenza de admitir los desaciertos cometidos y las falsedades divulgadas.

Quiero aclarar que, personalmente, prefiero un entierro civil donde fluya, por encima de todo, el sentimiento vivo de los acompañantes, con espontáneas palabras de afecto hacia el ser que ha llegado al término de su existencia. Nunca me han conmovido las liturgias rutinarias.

Nosotros éramos suficientemente conscientes que Martín, a su debido tiempo escucharía nuestras voces de ayuda. Le acompañarían siempre, y llegarían hasta él en el momento que tuviera conciencia de su situación y asumiera sus responsabilidades. Ocho años más tarde y cuando prácticamente no le mencionábamos, se comunicó a través de Isabel. Se le notó triste, contrito, y nos pidió perdón por haber contribuido en la desunión del Grupo y de mi familia. En realidad, habíamos abrigado la esperanza de que roto el contacto constante y directo con el espíritu obsesor, mi padre y su esposa suavizarían su actitud hacia nosotros, pero no fue así. Para ellos resultó más cómodo el placer de recrearse en las lisonjas recibidas, antes que detenerse a un examen serio y honesto, de los lamentables consejos y equívocas predicciones con que el supuesto espíritu de luz les «favoreciera». No podemos, en honor a la verdad, señalar aquí un único culpable, porque nuestros actos son siempre fiel reflejo de como hemos usado el libre albedrío que nos ha sido otorgado.
Martín mencionó el cúmulo de situaciones que se mezclaron provocando su triste desenlace. El espíritu obsesor, esto ya tuvimos ocasión de evidenciarlo, cayó en la oscuridad más completa, hasta llegar a perder todo contacto con el médium. Éste confesó que fue entonces cuando simuló las comunicaciones, para no defraudar la devoción que sentían hacia su persona, mi padre y su mujer. Sin embargo este comprometido engaño, le produjo un caos mental, del que desdichadamente no supo liberarse.

Deseamos que Martín, con la indiscutible fuerza que le prestará esta amarga experiencia, pueda reemprender el camino hacia la evolución espiritual, patrimonio de todos los seres, por ser hijos del Creador.

Con respecto a los espíritus obsesores, las personas que nos hemos nutrido de las enseñanzas Kardecistas, no podemos omitir la más insignificante advertencia, a fin de no caer en la maraña de sus redes, teniendo presente en todo momento que los obsesores pueden obrar por distintos objetivos. Uno podría ser la venganza, para castigar a un culpable de quien recibieron en épocas pasadas grandes injusticias, circunstancia que no les da derecho a perjudicar al que consideran su enemigo, o también por orgullo, avivando el deseo acuciante de sentar cátedra de acuerdo con sus criterios políticos o religiosos. Normalmente estos espíritus acostumbran a ser inteligentes, y usan una gran sutileza a fin de conseguir sus propósitos. Y entre otras categorías de obsesores que por la extensión de este trabajo no creo necesario enumerar, están los espíritus ligeros, burlones, cuya inferioridad no les permite calcular las consecuencias de sus actos.

Con nociva constancia, los espíritus obsesores rodean a sus presas, estudian sus humanas debilidades, seguros así de los puntos donde han de lanzar sus certeros dardos. Huelga decir que las personas más vulnerables son los médiums, pero cualquiera que esté atravesando un difícil momento en su vida por el motivo que fuera y cuyas defensas físicas o morales hubieren descendido, puede ser atrapado por un espíritu inferior.

La mejor defensa a estos posibles ataques, son un profundo estudio del mundo espiritual, las categorías de los espíritus y sus comportamientos.
No olvidar nunca nuestras flaquezas y limitaciones, y analizar con modestia y buen criterio todas las comunicaciones obtenidas, ya sean propias o ajenas.
Cuando las palabras orales o escritas provocan confusión y desconcierto, nos hallamos ante una entidad que merece un serio análisis. De inmediato hay que pedirle que aclare los puntos oscuros de cuanto exponga, cosa que le molestará sobremanera, por carecer de humildad, delatando así su escaso nivel evolutivo.

Hay que intentar con apropiados argumentos, mucha paciencia y oración, que el espíritu reconsidere su postura. Mas si éste sabe que una o varias personas, están de acuerdo con lo que les transmite, no renunciará a perder el poder que ejerce sobre ellas.

Un espíritu que viene de la luz no necesita alardear de ello. Su mensaje siempre rebosa paz, amor y equilibrio. Enseña sin reprender a nadie directamente, jamás valora a los humanos por la etnia a que pertenezcan; para él no hay fronteras, ni color de piel, ni una lengua materna superior a otra. No alimenta el orgullo de nadie con exageradas alabanzas de cualidades a veces inexistentes, pero tampoco humilla a persona alguna señalando sus defectos, o lo que es peor, agrediéndola con viles calumnias. Los buenos espíritus, invitan siempre al examen de cuanto exponen, ya que no albergan el temor de incurrir en contradicciones. Si desconocen una respuesta demuestran suficiente capacidad para admitirlo, y no les importa reclamar la ayuda de otro ser espiritual más evolucionado.

La más pura lógica nos señala que utilicemos el raciocinio apoyados por la ley de los contrarios. Aunque un sol radiante dé de lleno a una ventana, permaneceremos a oscuras si no abrimos los postigos. Si hay luz, no puede haber oscuridad. La paz no engendra guerra y el Amor no produce frutos mezquinos como el egoísmo o el odio.

Me permito citar finalmente, un párrafo del libro «En lo invisible» de León Denis, cap. XVIII. «Usemos siempre con respeto y desinterés las facultades que nos fueron dadas, esto es, no las utilicemos nunca para causas o intereses materiales, sino tan sólo con miras a nuestro bien moral. Cuanto más el médium se desprende de las influencias terrenas, más sus facultades se agrandan y afinan... «El espacio que nos rodea está poblado por una multitud invisible muy poco perfecta. Mas, por encima de ella, existen elevadas y nobles inteligencias, cuyas enseñanzas han de sernos preciosas. Podemos fácilmente reconocerlas por la sabiduría que las inspira, por la claridad y la elevación de sus concepciones.

M. DOLORS FIGUERAS
IGUALADA, 4-11-2001.


Fuente: Grupo Asociación Espírita Francisco Javier, Facebook.

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