La
conversación en casa de Pedro versaba, esa noche, sobre la práctica del bien,
con la viva colaboración verbal de todos.
¿Cómo
expresar la compasión, sin dinero? ¿Por qué medios incentivar la beneficencia,
sin recursos monetarios? Con esas interrogaciones, grandes nombres de la
fortuna material eran invocados y la mayoría se inclinaba a admitir que
solamente los poderosos de la Tierra se encontraban a la altura de poder
estimular la piedad activa, cuando el Maestro interfirió, oponiendo bondadoso:
-Un sincero devoto de la Ley fue exhortado por determinaciones del Cielo al
ejercicio de la beneficencia; mientras tanto, vivía en la extremada pobreza y
no podía, de modo alguno, retirar la mínima parcela de su salario para el socorro
a los semejantes.
En verdad,
daba de sí mismo, cuanto le era posible, en buenas palabras y gestos personales
de aliento y estimulo a cuantos se hallaban en sufrimiento y dificultad; sin
embargo, le dolía el corazón ante la imposibilidad de distribuir limosna y pan
con los andrajosos y hambrientos al margen de su camino.
Rodeado de
hijitos pequeñitos, era esclavo del hogar que le absorbía el sudor.
Reconoció,
todavía, que, si le era vedado el esfuerzo en la caridad pública, podía
perfectamente combatir el mal, en todas las circunstancias de su marcha por la
Tierra.
Así es que
paso a extinguirlo, con incesante atención, todos los pensamientos inferiores
que le eran sugeridos; cuanto contactaba con personas interesadas en la
maledicencia, se retraía, cortés, y respondiendo alguna interpelación directa,
recordaba esa o aquella pequeña virtud de la victima ausente; si alguien,
delante de él, daba pasto a la cólera fácil, consideraba la ira como una
enfermedad digna de tratamiento y se recogía a la quietud; insultos ajenos, le
golpeaban el espíritu a la manera de moscas en barril de miel, por cuanto, más
allá de no reaccionar, proseguía tratando al ofensor con la fraternidad
habitual; la calumnia no encontraba acceso en su alma, una vez que toda
denuncia torpe se perdía, inútil, en su gran silencio; reparando amenazas sobre
la tranquilidad de alguien, intentaba deshacer las nubes de la incomprensión,
sin alarde, antes que asumiesen acción tempestuoso; si alguna sentencia
condenatoria bailaba en torno al prójimo, movilizaba, espontaneo, todas las
posibilidades a su alcance en la defensa delicada e imperceptible; su celo
contra la incursión y la extensión del mal era tan fuertemente minucioso que
llegaba a retirar detritos y piedras de la vía pública, para que no ofreciesen
peligro a los transeúntes.
Adaptando
esas directrices, llego al término de la jornada humana, incapaz de atender a
las sugestiones de la beneficencia que el mundo conoce.
Jamás pudo
dar una ración de sopa u ofrecer una piel de carnero a los hermanos
necesitados.
En esa
posición, la muerte lo buscó al tribunal divino, donde el servidor humilde
compareció receloso y desalentado.
Temía el
juicio de las autoridades celestes, cuando, de improviso, fue aureolado por
brillante corona, y, porque preguntase, con lagrimas, la razón del inesperado
premio, fue informado de que la sublime recompensa se refería a su triunfante
posición en la guerra contra el mal, en la que se hizo valeroso emprendedor.
Fijo el
Maestro en los aprendices la mirada percuciente y calmo y concluyo, en tono
amigo: Distribuyamos el pan y la cobertura, encendamos la luz para la
ignorancia e intensifiquemos la fraternidad aniquilando la discordia, más no
nos olvidemos del combate metódico y sereno contra el mal, en esfuerzo diario,
convencidos de que, con nuestra batalla santificante, conquistaremos la divina
corona de la caridad desconocida.
Por el
espíritu Neio Lucio – Del Libro: Jesús en el Hogar, Medium: Francisco Cándido
Xavier.
Fuente
de la publicación: Grupo Asociación Espírita Francisco Javier, Facebook.
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